lunes, 19 de mayo de 2008

La última gran novela rusa


Probablemente la última gran novela rusa no la escribió un ruso ni tampoco Gómez de la Serna, sino un judío nacido en Ucrania que escribió en alemán, Joseph Roth. La obra a la que me refiero es Confesión de un asesino.
La novela en el fondo no es más que un pretexto para atravesar una noche bebiendo. Eso de que el protagonista es una encarnación del mal como dice la contraportada de Anagrama, no sé a quién se le ocurrió, quizá a alguien que no leyó la novela, porque a pesar de que el personaje que narra la historia de su asesinato insiste en que es un ser despreciable. La verdad es que es una buena persona, muy agradable, por supuesto que dan ganas de invitarle una cerveza para que cuente sus aventuras.
Si es una gran obra literaria se debe al eficaz retrato, que otros han llamado psicológico, pero que yo prefiero llamar retrato ruso del alma de los protagonistas. Un psicólogo jamás podría ver tantas sutilizas en el carácter como las que observaban los novelistas rusos.
La diferencia entre Roth y aquellos grandes autores se llama Primera Guerra Mundial. Mientras que aquellos barruntaban una crisis de valores y el derrumbamiento del mundo conocido hasta entonces, lo que vivió Roth fue la confirmación de aquellas sospechas. Pero sus intereses narrativos están como el de aquéllos autores en la gente sencilla, en los que sufren humillaciones de parte de los poderosos, en los que no tienen una familia normal, en los que están presos de algún vicio o de una deuda moral.
Por eso es grande Joseph Roth, porque actualiza una visión necesaria. Una visión profunda, incluso más, porque ya el narrador no protege con sentimentalismos a sus personajes, ya no los ampara diciéndole al lector que se trata de un tipo bueno, sino al contrario, procurando plantarle sospechas.
Es fácil imaginar a Roth como un buen bebedor que le dice al extraño que lo acompaña en un bar de mala muerte, desconfía de mí, desconfía de mi humanidad porque tengo muchos recuerdos, muchas nostalgias. Y creo que algunos insensatos lectores se atreven a desconfiar. Yo no, y he disfrutado una gran novela, la última gran novela rusa…

viernes, 9 de mayo de 2008

Un abuelo que no ha envejecido


La empatía tiene mucho de virtud y algo de debilidad. Así en la vida diaria como en la literatura. Un narrador para poder ser empático necesita virtuosismo, pero también mostrar sus debilidades. Yo agradezco a los escritores que se arriesgan al permitir que el lector se asome a sus miserias emocionales. A mi juicio, uno de los que mejor lo hace es John Fante. Su alter ego, Arturo Bandini, es uno de los narradores más desvergonzados que conozco, y esto, por supuesto, es un elogio.
La desvergüenza es una virtud literaria porque el pudor le estorba al literato. Es verdad que es importante sugerirle explicaciones al lector, pero eso se puede hacer sin esconder o sin tenerle miedo a los sentimientos.
Yo no sé por qué le tengamos miedo a los sentimientos. Quizá tenga que ver con la educación o con la forma que la sociedad ha escogido para reprimir lo que sentimos. Parece que el mundo desea un mundo aséptico. Socialmente no se nos permite odiar fácilmente ni ser presumidos ni rogones, ni una variada cantidad de emociones egoístas, de las cuales no sé si alguien pueda salvarse.
John Fante creó en Arturo Bandini, un prototipo del escritor novel, un engreído sentimental, un exiliado de su familia, alguien que presume su primera publicación como si fuera una maravilla. Y me parece que, al menos para tipos como yo, cuando veo tales desplantes de egocentrismo, no se hacer más que identificarme dichosamente. He ahí el triunfo de un narrador empático.
La empatía no nos hace comprender las contradicciones de las personas. Simplemente nos hace asumirlas como ineludibles. La gente ama y odia al mismo tiempo. No nos podemos considerar buenos ni malos. Ni a nosotros mismos ni a los otros. Los personajes de Fante son así. Contradictorios, inexplicables y un tanto brutales. Para no provenir de un escritor ruso del XIX es impresionante la humanidad que tienen.
Pregúntale al polvo es también una novela de aprendizaje. Bandini aprende a fracasar con las mujeres, a sobrevivir sin un dólar, a malcomer y, sobre todo, a escribir, que es lo que importa para un escritor. Me recuerda a otras novelas de aprendizaje y malos días como Nada de Carmen Laforet, Hambre del Knut Hamsun. Y otras posteriores, porque otra rara virtud de Fante es que parece un escritor actual, como si fuera un abuelo al que no se le ha dado la gana envejecer.

miércoles, 7 de mayo de 2008

Fidelidad narrativa

Rosa Beltrán me parece una buena escritora. Tiene gracia, elegancia y maneja bien los tiempos narrativos. Eso es más de lo que muchos podrían presumir. Sin embargo, me sentí algo decepcionado con Alta infidelidad. Supongo que esperaba una Madame Bovary contada por ella misma.
Que se trate de una novela sin grandes pretenciones formales para mí no es defecto, pero tampoco virtud. No es que esté a la caza de renovaciones técnicas o estilísticas, simplemente, busco obras en las que el autor parezca muy comprometido, que demuestre, por lo menos, que las neurosis ayudan a hacer literatura. Y eso en esta obra no se da.
Avancé muy rápidamente por la novela y ya hacia las últimas páginas me dio la sensación de que en ningún momento me había emocionado. Divertido sí, porque una obra cuyo protagonista es un filósofo mujeriego con tendencia a la holgazanería, por pura lógica, es graciosa.
Otra asunto que me dejó confundido es que no sentí ninguna iluminación acerca del extraño comportamiento femenino. Un escritor habría atribuido una buena cantidad de razones al comportamiento de las mujeres que aparecen en la obra. Rosa Beltrán simplemente marca los hechos. ¿Eso significa que no hay ningún misterio o que yo estoy impedido para comprenderlo?
Por fortuna en las novelas lo más importante no es comprender sino engancharse con la trama. Eso, a mi juicio, cualquier lector con buen gusto lo puede hacer con Alta infidelidad.
Tampoco sé hasta qué punto sepa reflejar las nuevas realidades de las relaciones hombre-mujer (mejor, hombre-mujeres), quizás se concentró en un ámbito muy pequeño, el de la clase media intelectual. Y pese a ese riesgo no cayó en la pedantería.


Si alguien se interesa en otra reseña, escrita por Luis Bugarini, aparecida hace más de un año en Letras Libres aquí está:
Una mucho mejor reseña que la mía y la de Bugarini (me esfuerzo por ser objetivo) es la de la escritora de Mayra Santos, aquí:

miércoles, 30 de abril de 2008

La dueña de una habitación



Como muchos hombres, soy misógino sin darme cuenta y bromeo para hacerme pasar por misógino inconsciente.
He comprendido, no obstante, que mi sandez es meramente masculina y mi inteligencia, en cambio, es andrógina. Si conseguí entender esto fue gracias a la brillantez argumentativa de Virginia Woolf, en un ensayo magistral llamado: A Room of One’s Own, traducido por Borges como Un cuarto propio y publicado por la UNAM en una edición de bolsillo muy bonita.
Lo mejor de los libros no es su exterior por supuesto. Cualquiera sabe que un libro vale por sus palabras. ¿En nuestra sociedad actual a las mujeres las juzgamos como a los libros, por sus palabras o por su apariencia? Creo que esa es nuestra intención y, sin embargo, no es fácil desligarse totalmente de la tradición machista, que durante muchas décadas o siglos ha tenido la sociedad para privilegiar a los varones y para tener bajo control a las mujeres, haciendo que ellas sean exterioridad, es decir, que se concentren en la apariencia, o que se dediquen a las acciones que las convenciones marcan como femeninas. Por esas convenciones, hombres y mujeres hemos perdido una enorme herencia, todo aquello que debimos heredar de la inteligencia femenina y fue amurallado, controlado, excluido para que ellas no perdieran el rol de seres sumisos.
En 1929, cuando le pidieron a Woolf una conferencia sobre las mujeres y la ficción, según cuenta, ella fue consciente de esa exclusión. Si no había tantas escritoras como escritores, si ninguna era comparable con Shakespeare, se debía en buena medida a la discriminación que han padecido. Woolf misma no pudo ser universitaria porque Cambridge en esa época tenía cerradas sus puertas a las mujeres. Estamos en otro siglo, pero vale preguntarnos, ¿cuántas puertas aún están cerradas para las mujeres? ¿No ha sido sumamente atroz en México enterarnos del caso de Eufrosina Cruz a quien le impidieron ser alcalde por su condición femenina?
Las mujeres han ido abriéndose puertas y con ello nos las abren a nosotros, porque si Coleridge tenía razón con respecto a que la gran inteligencia es andrógina, entonces, las palabras y los argumentos femeninos nos habrán de ayudar a pensar mejor como hombres. Necesitamos equilibrio en nuestro mundo desequilibrado y acaso equilibrando en nuestra mente lo femenino y lo masculino, alcancemos una sociedad más inteligente y, con ello, más habitable.
Que no se olvide que las mujeres carecieron durante demasiados años de un cuarto propio, de un espacio para sí mismas, que les faltaba dinero para sentirse libres y que sin una habitación para resguardar sus palabras, vivían a la intemperie, juzgadas por su exterior y no por la valiosa interioridad.






Woolf, Virginia, Un cuarto propio, trad. J. L. Borges, México, UNAM, 2006.




de Viejo $ 20

tiestherido@hotmail.com